Dejo por aquí un relato corto. Espero que os guste.
El fuego del hogar bañaba con un brillante color rojizo toda la estancia. En pocos minutos la temperatura sería perfecta. Caminé hacia el armario y saqué como pude la gran olla. Mis brazos enjutos y debilitados se quejaban con aquellas tareas. La hora se acercaba. Coloqué la olla sobre la mesa y comencé a cortar: eneldo, caléndula, estragón. Lo curativo. Después: restos de pelos, huesos y pequeños cráneos procedentes de las egagrópilas. Lo inmundo. Con gran esfuerzo de mis artríticas manos levanté de nuevo la olla y la coloqué sobre el fuego. Era el momento de añadir la grasa. Me arrodillé a su lado clavé el puñal que escondo bajo el mandil en su blanca piel y corté un buen trozo del glúteo. Lo sagrado. Mi espalda se resentía al manipular el cuerpo de la muchacha para eviscerarlo y arrojar sus entrañas al preparado. Me levanté despacio apoyándome en las manos para verter agua en la olla.
Esperé sentada en una banqueta mientras recuperaba el aliento. Mis ojos se posaron sobre el amasijo sanguinolento que yacía sobre el suelo: yo sabría aprovechar mejor la vida que aquella desdichada. Pronuncié en alto las palabras y las llamas se avivaron ocultado la olla entre sus ardientes lenguas para volver de nuevo a apaciguarse. Estaba listo.
Me erguí agarrándome a la mesa. Me acerqué al fuego y con un cucharón recogí el brebaje. Soplé para enfriarlo y lo tomé sin miramientos. Bebí tres tragos más hasta que mi piel comenzó a desprenderse en largas tiras traslúcidas. Me quité el vestido y el mandil que cayeron con un ruido sordo al suelo junto con más piel muerta. La curvatura de mi espalda y el dolor desaparecieron.
Con un cuchillo me hice su marca en el muslo. Un nimio pago por los favores de Nuestra Malignidad. Él me bendecía con más tiempo y yo debía continuar su obra.
Con la soltura propia que otorga un cuerpo nuevo y joven caminé hacia mi habitación. Recogí la ropa esparcida sobre la cama y me la puse. Me miré al espejo: aquel absurdo hábito largo y holgado ocultaba mi cuerpo. Sonreí a la dulce novicia del reflejo: era el perfecto lobo bajo la piel del cordero.