Sangre de gato

Entró en mi pequeño despacho retorciéndose las manos y mirando a todos lados como si temiera que alguien lo viera allí. Se relajó en cuanto vio mi vieja y sonriente cara. No hizo falta que hablara mucho para saber cuál era su anhelo. Le aseguré que si seguía las instrucciones podía conseguir cualquier deseo que tuviera. Aquellas palabras siempre hacían brillar las pupilas de los clientes. Unas monedas por ayudarte a conseguir lo imposible. Al marcharse vi cierta malicia en sus ojos.
Escribió el conjuro con la sangre del gato del vecino tal cual le había aconsejado. La sangre es siempre un buen sellador de pactos. Se colocó en el centro de la sala y leyó las palabras de forma concisa y pausada. La última frase la articuló elevando más la voz: «deseo la perdición de mis enemigos». Así concluyó el ritual. Abrió los ojos despacio como si temiera encontrarse con un monstruo. Pero nada parecía haber cambiado, salvo por el sonido de unos pasos lejanos que le erizaron la piel. Sus piernas flaqueaban al tiempo que las pisadas se iban haciendo cada vez más audibles. Cayó al suelo. Miraba a su alrededor con el terror del que se sabe a las puertas de la muerte. A esas alturas su respiración era ruidosa y lenta. Se recostó bocarriba en el suelo. En esos momentos todos intentan entender por qué les sale mal si han seguido las pautas de la anciana al dedillo. Si además ella les aseguró que ningún deseo ni pacto es rechazado, que no hay peticiones imposibles. Suele ser con el último aliento cuando sus cerebros les hacen comprender que su peor enemigo son ellos mismos y que siempre hay una forma de darles la vuelta a los deseos. En cuanto estuve a su lado apoyé una de mis pezuñas sobre su pecho, al verme en mi verdadera forma comprendió que su alma me pertenecía.